Pan en el Desierto por el Padre Tomás King

Era otro día y por lo tanto estábamos en otra aldea de Pakistán. Un catequista y yo estábamos recorriendo aldeas, visitando a los aldeanos en las propiedades de los terratenientes para los cuales ellos trabajan. Cuando llegamos a una aldea en la provincia Sindh de Pakistán, nos sentaron en una charpai, que es una cama hecha de lazos, y que por lo general es el único mueble que poseen. Nos dieron un vaso de agua y una joven mujer se puso a preparar la cena en una pequeña hoguera, afuera de la choza hecha de barro y leños. Con mucha dificultad logró encender el fuego ya que soplaba una brisa fresca, la cual mitigaba también el fuerte calor del desierto.Una vez que ardía el fuego, la joven mujer preparó un poco de verduras y coció pan. La noche había caído y la luna, junto a miles de brillantes estrellas, iluminaba el cielo. Me senté bajo el magnífico manto nocturno, sintiendo la fresca y suave brisa, y observé a la mujer preparar los alimentos. Me quedé como hipnotizado al verla encender y cuidar el fuego, preparar las verduras y cocer el pan, al mismo tiempo que atendía a un pequeño niño. Sirvió primero los alimentos a los invitados, luego a los hombres de la casa, y al último se sirvió lo poco que había quedado. Cuando le pregunté su nombre, fue su marido el que contestó. Yo traté de comprender los sentimientos y reacciones que experimenté. ¿Era enojo por la opresión que según mi opinión padecía la mujer al cumplir sus deberes familiares y culturales de manera tan sumisa? ¿O era incomodidad de que yo, que tengo más, fui el primero en ser servido? Pero experimenté también algo más fuerte y más profundo. Lo que había visto ante mis ojos fue un acto sagrado y de belleza. Ella había compartido todo lo que tenía con otros. Yo veía su situación como injusta y opresiva, y sin embargo, su instinto había sido compartir y dar vida a otros. Una vez más habían sido los llamados "pobres", los llamados "analfabetas", los que son "un don nadie en este mundo", los que con sus acciones me revelaron lo que realmente tiene verdadero valor e importancia. Fue probablemente una de las más reales y profundas "eucaristías" en las que yo había participado. No había ninguna duda de que Jesucristo estaba presente. Yo había acudido a celebrar la Misa con estas personas y ellas, con su humildad, me habían mostrado el verdadero sentido de la Eucaristía.

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Era otro día y por lo tanto estábamos en otra aldea de Pakistán. Un catequista y yo estábamos recorriendo aldeas, visitando a los aldeanos en las propiedades de los terratenientes para los cuales ellos trabajan. Cuando llegamos a una aldea en la provincia Sindh de Pakistán, nos sentaron en una charpai, que es una cama hecha de lazos, y que por lo general es el único mueble que poseen. Nos dieron un vaso de agua y una joven mujer se puso a preparar la cena en una pequeña hoguera, afuera de la choza hecha de barro y leños. Con mucha dificultad logró encender el fuego ya que soplaba una brisa fresca, la cual mitigaba también el fuerte calor del desierto.Una vez que ardía el fuego, la joven mujer preparó un poco de verduras y coció pan. La noche había caído y la luna, junto a miles de brillantes estrellas, iluminaba el cielo. Me senté bajo el magnífico manto nocturno, sintiendo la fresca y suave brisa, y observé a la mujer preparar los alimentos. Me quedé como hipnotizado al verla encender y cuidar el fuego, preparar las verduras y cocer el pan, al mismo tiempo que atendía a un pequeño niño. Sirvió primero los alimentos a los invitados, luego a los hombres de la casa, y al último se sirvió lo poco que había quedado. Cuando le pregunté su nombre, fue su marido el que contestó. Yo traté de comprender los sentimientos y reacciones que experimenté. ¿Era enojo por la opresión que según mi opinión padecía la mujer al cumplir sus deberes familiares y culturales de manera tan sumisa? ¿O era incomodidad de que yo, que tengo más, fui el primero en ser servido? Pero experimenté también algo más fuerte y más profundo. Lo que había visto ante mis ojos fue un acto sagrado y de belleza. Ella había compartido todo lo que tenía con otros. Yo veía su situación como injusta y opresiva, y sin embargo, su instinto había sido compartir y dar vida a otros. Una vez más habían sido los llamados «pobres», los llamados «analfabetas», los que son «un don nadie en este mundo», los que con sus acciones me revelaron lo que realmente tiene verdadero valor e importancia. Fue probablemente una de las más reales y profundas «eucaristías» en las que yo había participado. No había ninguna duda de que Jesucristo estaba presente. Yo había acudido a celebrar la Misa con estas personas y ellas, con su humildad, me habían mostrado el verdadero sentido de la Eucaristía.

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